Banyan Tree, The Hammocks. Kendall, Miami. Agosto 1992. |
Banyan Tree, The Hammocks. Kendall, Miami. Agosto 2012. |
Llegué por primera vez a Miami el 23 de agosto de 1992. Detrás de mí, venía Andrew, el huracán de categoría cinco y vientos de 280 km/h, que dejó 26 muertos y arrasó con las casas de 250.000 habitantes del sur de Florida. Dos décadas más tarde, este ciclón aún es recordado como uno de los más devastadores de la historia de Estados Unidos.
Mi padre y otros familiares, todos venezolanos, habían cambiado un suburbio por otro. Se habían mudado de Caracas a Kendall, un barrio ubicado al sur del condado Miami-Dade. Yo venía de vacaciones, a visitarlos.
Del aeropuerto, fuimos directo a un supermercado, al que entré -como cualquier niña de 10 años de edad- buscando golosinas, cereales y todo aquello que no había visto antes. Encontré nervios, gritos y tropezones: gente que corría para apoderarse de la última vela, la última batería, la última lata de atún.
Cuando preguntaba qué pasaba, siempre me respondían de la misma forma:
-"Viene un huracán".
-"¿Y qué es eso?".
-"Vientos y lluvias. Pero, tranquila, no va a pasar nada".
Repetimos tanto esa frase, que terminamos creyéndola. Por eso, mientras nuestros vecinos estadounidenses se encargaban de proteger sus ventanas sellándolas con paneles de madera, nosotros nos concentrábamos en poner cinta adhesiva en forma de cruz sobre cada vidrio. Los adultos de mi familia los tildaban de "gringos exagerados", pensaban que no era para tanto.
Veníamos de un país en el que no ocurren este tipo de fenómenos naturales. Ninguno tenía idea de la gravedad de la que hablaba el meteorólogo John Morales en las pantallas del canal de televisión Univisión, mientras mostraba el perfecto círculo rojo -con un huequito en el centro- que daba vueltas y se acercaba a la costa del estado. Hablaban de una "categoría 4", del "ojo del huracán", de los "fuertes vientos". Supuestamente era español, nosotros lo oíamos en chino.
La acción
Andrew llegó durante la madrugada del 25 de agosto de 1992. Lo primero que hizo fue explotar el enorme vidrio de la ventana de la cocina. El estruendo hizo que abriera los ojos y me levantara de un tirón del colchón inflable en el que estaba durmiendo.
Al ver el agujero por donde cíclicamente entraba el viento -mezclado con vidrios, tejas, cabillas, trozos de metal y todo lo que el huracán llevaba consigo- algún miembro de mi familia gritó: "Busquemos un colchón". La lógica inmediata les decía que si el viento lograba entrar a la casa, el techo no iba a resistirlo. Nosotros tampoco.
Terminamos buscando dos colchones: uno para proteger el orificio de la cocina -con el que batallaban mi tío, mi papá y su esposa- y otro para impedir el paso de aquellos objetos que comenzaron a caer sobre la cabeza de mi primo de casi 2 años, la de mi tía y la mía. Tejas, tejas, más tejas.
Al pie de esta escalera, con el colchón en la cabeza, transcurrieron las horas. |
Recuerdo la oscuridad, los rezos desesperados de mi familia, el sonido del viento y de un radio de baterías, el árbol que veía desde la ventana. Recuerdo la incertidumbre, el no saber cuándo todo iba a terminar.
¿Y después?
Pasaron cuatro horas. Con el sol vino la calma y, a la vez, la confusión. Los "gringos exagerados" aún tenían casas; a nosotros solo nos quedaban las sobras de una vivienda que alguna vez fue y ya no era.
Amaneció sin agua, sin teléfono, sin luz. Hicimos fila en el mercado de enfrente para recibir la comida congelada que estaban regalando. El logo en forma de M, del McDonald's de la esquina, se había transformado en una W. Árboles enormes habían desaparecido.
A menos de una cuadra de la casa, había una escuela de concreto. Un refugio construido para que las personas se resguardaran y protegieran sus vidas. Por irresponsabilidad, incredulidad, ignorancia, o lo que sea, preferimos quedarnos en la casa.
No se suponía que pasara nada.
El tío Miguel posa, tras descubrir cómo quedó el patio. |
Mi papá, 20 años atrás. |