Esto no es Nueva York y no hace falta explicar que ni siquiera se parece. Pero ese no es el caso. El asunto es que mi corazón se embarga de emoción (esta frase es de mi amiga Cecilia Rojas, ojo) cuando voy a una librería y encuentro todo. DE TODO. Desde hace meses me hice la supuesta promesa de no comprar libros nuevos, hasta que terminara de leer todos los que están en el escritorio esperando. Los pobres me pican el ojo cada vez que paso cerca y tengo medio minuto libre. Me gritan: "¡A mí, a mí, agárrame a mí!". Para no tentarme tanto, cada vez que entro a uno de estos lugares totalmente endiosados por mí -Barnes & Noble, Books & Books, Borders-, me voy derechiiiito al stand de revistas a sentirme como una niña que mira el arbolito lleno de regalos el 25 de diciembre. Ma-ra-vi-lla. Leer con un café, en una sillita, sin pagar nada, un domingo por la tarde, es uno de mis planes preferidos en esta ciudad. Y bueno, ayer no aguanté y compré un libro -que encontré camino al stand de revistas- con la excusa de leerlo y luego venderlo por Amazon para recuperar la inversión. Vamos a ver si lo cumplo, ya les contaré. Todos estos cuentos son para celebrar que finalmente estoy suscrita a The New Yorker por un año: así que me esperan 47 olorosas revistas. Sí, cuando aquí la gente tiene Ipad, Kindle, Nook... yo tengo mi suscripción (¡EN PAPEL!) que va a llegar al correo de verdaíta que tanto me gusta. ¿Tarde? Tarde no es. Por eso me siento con derecho a compartir el poema que sigue, una maravilla del gran Tennessee Williams, que me conmovió profundamente este martes por la tarde.