Aquí no suena nada cuando van a ser las 12:00. Ni antes, ni después.
No es mito: es silencio del puro. El mismo que hace siempre en este suburbio rodeado de lagos, patos y gansos (que me persiguen con la esperanza de que les dé comida; yo no sé cómo quitármelos de encima, me dan te-rror).
Que aquí –al menos en este primerísimo diciembre– yo no siento que es Navidad, aunque vea tiendas repletas de gente desesperada comprando. Aunque haga frío y haya que salir con bufanda. Aunque Santa Claus tenga un bosque sólo para él y opaque al niño Jesús, sin hacer ningún esfuerzo. Aunque las casas estén repletas de luces. Aunque un par de personas en la calle me hayan dicho "Happy Holidays".
Que aquí consigues hallacas de cualquier tipo. Vegetarianas, de pollo, de carne, mixtas, con o sin cochino: cuestan de 6 a 8 dólares. Hojas de plátano en Sedano’s por si uno mismo quiere hacerlas, y harina pan amarilla para no estar moliendo maíz. También venden pan de jamón en las panaderías Don Pan, todos los ingredientes para hacer una ensalada de gallina y el eggnog que supuestamente se parece al ponche crema.
Pero nada de eso importa porque aunque es lo mismo, no es igual. Porque estas fechas son –o eran– tradición: una práctica que a través de los años repetía por inercia. Y por eso la nostalgia. Porque el rojo y el verde siempre habían significado gentío en la casa, intercambios de regalos, perros nerviosos por el escándalo, abrazos, mucha risa y el encuentro con la gente querida. Con la gente de siempre.
Entonces sí: en Mayami, la Navidad está bien… pero es distinta.